EEM 3 DE 17 - 3ro 4ta - Clase del 05-10-20
Las secuencias textuales.
Uno de los modos de acceder con mayor facilidad a los textos escritos es observar las regularidades que aparecen en ellos. Estas regularidades han sido descriptas desde diferentes perspectivas; por ejemplo, según la situación comunicativa o el ámbito de circulación, los textos tienen distintas propiedades por pertenecer a un género discursivo o a otro. Así mismo, los textos también han sido estudiados por las regularidades en su estructura, es decir, con su organización interna. Por ejemplo, el lingüista J. Adam planteó que esta organización se relaciona con el predominio de una secuencia textual. Según este autor, las secuencias son unidades mínimas de composición textual, es decir, conjuntos de enunciados que se organizan de una manera particular. En función de su organización, las secuencias textuales propuestas son seis: narrativa, descriptiva, expositiva-explicativa; argumentativa, dialogal e instruccional.
La secuencia narrativa se caracteriza por presentar una sucesión de acciones o eventos finalizados. La secuencia narrativa predomina en el género discursivo cuento, pero también en géneros que no pertenecen a la ficción, como por ejemplo la crónica periodística o los manuales de historia.
La secuencia descriptiva se caracteriza por presentar los rasgos salientes de un objeto, persona, paisaje o acción. Este tipo de secuencia predomina, por ejemplo, en el género guía turística, en el que también suelen aparecer insertas secuencias narrativas para, entre otras posibilidades, contar sucesos relacionados con el lugar que se describe.
La secuencia expositivo-explicativa se vincula con el análisis y la síntesis de conceptos. En este sentido, los textos en los que predomina este tipo de secuencia responden siempre a una pregunta que puede estar formulada explícita o implícitamente. En general, en este tipo de secuencia predomina el tiempo presente del indicativo y se busca generar una ilusión de objetividad; pues la explicación se presenta como una verdad no abierta al debate. En ella no se pretende discutir, sino hacer comprender al interlocutor algo que desconoce o que no entiende. Los géneros discursivos en los que predomina la secuencia expositivo-explicativa son, por ejemplo, la clase teórica y la respuesta de parcial.
La secuencia argumentativa se estructura a partir de la postura que se adopta con respecto a un problema controvertido. Para convencer al interlocutor de que la postura propia es la más adecuada, se despliega una serie de argumentos o razones que funcionan como los pilares que la sostienen. Los géneros discursivos en los que predomina esta secuencia son, entre otros, la nota de opinión y el ensayo.
La secuencia dialogal se caracteriza por la alternancia de voces; su estructura es la de un diálogo y los géneros discursivos en los que predomina son, entre otros, los guiones de cine o televisión, las obras de teatro, la conversación cotidiana y la entrevista.
En la secuencia instruccional se presentan consejos y/u órdenes. Es habitual encontrar en ella el modo imperativo, ya que se apela a la segunda persona para que lleve a cabo las acciones que se consideran convenientes para lograr un determinado objetivo. Este tipo de secuencia predomina en los manuales de uso, las recetas de cocina y los reglamentos.
Es importante señalar que hablamos de predominio de una secuencia determinada ya que a la secuencia dominante suelen subordinarse otras. Tal es el caso, por ejemplo, de la secuencia descriptiva que se inserta en una obra de teatro (cuya secuencia dominante es dialogal) con el fin de disponer personajes y objetos en escena.
a)
La idea de que las imágenes reemplazaran a las palabras es vieja. Hace veinte años se pensaba que iba a desaparecer la civilización alfabética y entraríamos en la civilización visual. Sin embargo, hoy con la computadora volvemos a una civilización alfabética. Creo que el problema es más complejo. Podríamos tener un mundo fututo con una clase dirigente que maneja la computadora e Internet. Una clase media que usa la computadora de modo pasivo, como el empleado del banco o de una aerolínea que busca el horario de vuelo. Y un proletariado que sólo mira televisión.
Tengo que repetir algo que siempre digo: vayan por las calles, vean cuántas librerías hay, qué tamaños tienen, cuánto público reúnen. Este es el siglo en que hubo más libros en toda la historia de la humanidad. Hace 200 años el que leía libros era raro como un ebanista, hoy no.
En general, tenemos una proporción baja de lectores de libros respecto de la población general. Pero hay, sin duda, muchos más lectores que hace 30 años.
Extraído y adaptado de la entrevista realizada a Humberto Eco por Jorge Halperín.
Instrucciones de encendido
Abra la llave de paso de gas de la red.
Gire la perilla superior a la posición piloto y presionándola accione el pulsador de encendido. Verifique por el visor que la llama del piloto se encuentre encendida.
Mantenga la perilla presionada durante 15 segundos. Si al soltarla la llama del piloto se apaga, repita la operación.
c)
El 14 de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Borges, Jorge Luis (1993) “Emma Zunz”, en El Aleph, Madrid, Alianza/Emecé.
d)
Acto tercero
Escena primera
Roma. El Capitolio. El senado en sesión.
En la calle contigua al Capitolio, muchedumbre de gente; entre ellos, Artemidoro y el Adivino.
Trompetería. Entran César, Bruto, Casio, Casca, Decio, Metelo, Trebonio, Cina, Antonio, Lépido, Popilio, Punlio y otros.
César: - (al Adivino) ¡Ya han llegado los idus de marzo!
Adivino. –Sí, César; pero no han pasado aún.
Artemidoro. –Salve, César. Lee este escrito.
Decio.- Trebonio desea que echéis una ojeada, en un momento libre, sobre esta humilde petición suya.
Artemidoro. -¡Oh, César! Lee primero la mía, que toca más de cerca al César. ¡Léela gran César!
César. –Lo que no atañe más que a nuestra persona será examinado lo último.
Shakespeare, William (1960) Julio César, Obras Completas, Madrid.
Al final de la Avenida de Mayo se encuentra este impactante y simbólico edificio, cuyas formas sinuosas y originales todavía sorprenden. Rematado por una enorme cúpula, el Barolo es un monumento al poeta italiano Dante Alighieri y su visión del universo, presente en muchos detalles del Palacio.
Guía visual de Buenos Aires, Centro histórico.
f)
Etimológicamente “paratexto” sería lo que rodea o acompaña al texto (para=junto a, al lado de), aunque no sea evidente cuál es la frontera que separa texto de entorno. El texto puede ser pensado como objeto de la lectura, a la que preexiste, o como producto de ella: se lee un texto ya escrito o se construye el texto al leer. Pero ya se considere que el texto existe para ser leído o, porque es leído, la lectura es su razón de ser, y el paratexto contribuye a concretarla. Dispositivo pragmático, que, por una parte, predispone –o condiciona- para la lectura y, por otra, acompaña en el trayecto, cooperando con el lector en su trabajo de construcción o reconstrucción del sentido.
Alvarado, Maite (1994) Paratexto, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones del CBC-UBA
Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez
(Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española. Zacatecas, 11 de abril de 1997)
A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.
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