"El fin" y "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)" (1949) J.L. Borges
El fin
Artificios
(1949) – Jorge Luis Borges (1899–1986)
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo
raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra,
una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba
infinitamente…
Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no
cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil,
el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más
allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la
tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el
brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al
pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta
seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro
que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había
desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto.
Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de
alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a
cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había
acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la
pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al
acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el
lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las
desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con
exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que
aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las
soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los
animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la
luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la
puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún
parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro
no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó
un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en
un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un
jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el
chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara
del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al
trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más,
pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar
con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el
negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar,
pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que
anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con
salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de
buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más
y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe
derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si
pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora,
otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose
de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de
contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso
de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar
de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se
miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya
estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este
encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de
hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio.
Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero
filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo;
nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o
lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su
catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó,
perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada
profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el
pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el
negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón
ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin
mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie.
Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había
matado a un hombre.
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)
El Aleph (1949) – Jorge Luis Borges
(1899–1986)
I'm looking for the face I
had
Before the world was made.
Yeats:
The Winding Stair.
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por
Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de
López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o
cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo
una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito
despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó,
pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados
por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas,
hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja,
partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del
Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió
el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches
que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré
sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura
consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede
ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi
inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han
comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el
influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a
él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en
las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie
monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había
visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una
ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento
de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para
vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el
vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno,
durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y
recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras
y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad.
Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó,
pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba
las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor,
ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de
guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en
una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las
espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo,
en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la
partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más
coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre,
lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función
penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como
soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió
por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de
1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos
que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra
doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868
lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un
hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento
de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo
debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo
esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la
noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su
nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un
instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son
nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea,
consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre
sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio
reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles;
Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que
no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se
vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron
así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden
de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era
éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el
coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un
moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el
informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar,
hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la
desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí
salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria,
mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí,
el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja,
partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del
Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero
inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los
soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas;
éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se
había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable;
Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en
cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un
chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese
momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo
entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían
comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme
recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de
Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo
combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un
destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que
lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo
estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro
gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada
llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a
consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear
contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
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