Realismo mágico - Antología
Ojos de
perro azul (1950)
Gabriel García Márquez
Entonces me
miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando
dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el
hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí
que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo.
Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento,
equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso
la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al
velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada
más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo
equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano
larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados
iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de
siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin
retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca».
Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso
por todas partes».
La vi caminar
hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo
mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La
vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida:
mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La
vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y
volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador,
diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me
revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y
trémula que había estado calentado antes de sentarse al espejo. Y
dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me
dijo: «Debes sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no
había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba
la certeza de mi soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro,
porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana».
Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y
volví a girar sobre el asiento para quedar de espaldas a ella. Sin
verla sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez
sentada frente al espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido
tiempo para llegar hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas,
que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser
encontradas por la mirada de ella, que también había tenido el
tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar ―antes que la
mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta― hasta los labios
que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la
mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa, que era
como otro espejo ciego, donde yo no la veía a ella ―sentada a mis
espaldas―, pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la
pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la
pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de
espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia
la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse
con los ojos quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a
decirle: «Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su
corpiño. «Es imposible», dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con
los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la cara
vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el
cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella
estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas
sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose, y con
el rostro sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a
enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad helada». Volvió el
rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente
triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a desvestirse,
pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy
a voltearme contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me
verás, como me viste cuando estabas de espaldas». Y no había
acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con
la llama lamiéndole la larga piel de cobre. «Siempre había querido
verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como
si te hubieran hecho a palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de
que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella
se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo:
«A veces creo que soy metálica». Guardó silencio un instante. La
posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A
veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla
de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes
frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el corazón,
siento que el cuerpo se me vuelve huevo y la piel como una lámina.
Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien
me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi
propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú
dices: de metal laminado». Se acercó más al velador. «Me habría
gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos
pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado
izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas
alguna vez». La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que
durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba
dedicada a encontrarme en la realidad, al través de esa frase
identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en
voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que
habría podido entenderla:
«Yo soy la que
llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro
azul». Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos,
antes de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le
hacían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca
haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas
y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro
azul». Y en los cristales empañados de los hoteles, de las
estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el
índice: «Ojos de perro azul». Dijo que una vez llegó a una
droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su
habitación una noche, después de haber soñado conmigo. «Debe
estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la
droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo «Siempre
sueño con un hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo
que el vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En realidad,
señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito
encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor
se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella
siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la
cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes
letras rojas, con la barrita de carmín para labios: «Ojos de perro
azul». El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: «Señorita,
usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo,
diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que
pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo: «Ojos
de perro azul», hasta cuando la gentes se congregó en la puerta y
dijo que estaba loca.
Ahora, cuando
acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo
equilibrio en la silla. «Yo trato de acordarme todos los días la
frase con que debo encontrarte ―dije― . Ahora creo que mañana no
lo olvidaré. Sin embargo, siempre he olvidado al despertar cuáles
son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú
mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las
inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a
la mañana siguiente . Y ella, con los puños cerrados junto al
velador, respiró hondo: «Si por lo menos pudiera recordar ahora en
qué ciudad lo he estado escribiendo».
Sus dientes
apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora»,
dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre:
levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus
manos: y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado,
meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo.
«Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella
pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis
dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no
puedo recordar dónde lo he escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo
que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo,
triste: «No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado».
Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más
allá, y yo seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en
la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo
apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes
que yo tuviera tiempo de encender el fósforo. «En alguna ciudad del
mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras:
“Ojos de perro azul” dije―. Si mañana las recordara iría a
buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa
encendida en los labios. «Ojos de perro azul», suspiró,
recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio
cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos,
y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y lo
dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho
realmente sino como si lo hubiera acercado el papel a la llama
mientras yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el
papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se
iba consumiendo y yo acababa de leer ― ...en calor», antes que el
papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado,
disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza. «Así es mejor
―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al
velador».
Nos veíamos
desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos,
alguien dejaba caer afuera una cucharita y despertábamos. Poco a
poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba
subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros
encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en
la madrugada.
Ahora, junto al
velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había
mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento
sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos
cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera
vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo recuerdo». Yo
le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo,
indiferente: «Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo
cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella
dijo: «Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros
sueños».
Dio dos chupadas
al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me
quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era
de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo,
blando, maleable. «Me gustaría tocarte», volvía a decir. Y ella
dijo: «Lo echarías todo a perder ―volvió a decir, antes que yo
pudiera tocarla―. Tal vez, si das la vuelta por detrás del
velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del
mundo». Pero yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos
vuelta a la almohada, volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando
despiertes, lo habrás olvidado». Empecé a moverme hacia el rincón.
Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía
no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas:
«Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la cama,
con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo
hasta el amanecer: “Ojos de perro azul”».
Entonces yo me
quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije
sin mirarla―. Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace
mucho rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada
la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa
puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y
yo le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un
momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba
dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví
un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor
a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la
vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le
dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor
del campo». Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más
que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con
el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es
esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca
ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en
algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta,
que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De todos
modos, tengo que salir de aquí para despertar».
Afuera el viento
aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la
respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama.
El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana
te reconoceré por eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea en la
calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”».
Y ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a
lo imposible, a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo no recordarás
nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador,
con el semblante oscurecido por una niebla amarga: «Eres el único
hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».
Lejana
(1951)
Julio Cortázar
Diario de Alina
Reyes.
12 de enero
Anoche fue otra
vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y la
cara de Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante, de retrato de
Doran Gray a lo último. Me acosté con gusto a bombón de menta, al
Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda
ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado
enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice
dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su
hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las
manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y
soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex
arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to
sleep... Tengo que repetir versos o el sistema de buscar palabras con
a, después con a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y
una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una vocal (tras,
gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de
nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y
tres alternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas:
de cuatro, de tres y dos, y más tarde palindromas. Los fáciles,
salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y hermosos,
átale, demoníaco Caín o me delata; Anás usó tu auto, Susana. O
los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes,
es la reina y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no
concluye. Porque la reina y...
No, horrible.
Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez
odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del
anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de
mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado
lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez,
sentirla y el odio.
20 de enero
A veces sé que
tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto,
aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella
todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me
desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las
horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o
al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa
personal, yo conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y
sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y
creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado
que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se lo está
aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le
doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y
me reservo para resistir por dentro. Me digo: "Ahora estoy
cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos
rotos." No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en
algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es
en el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y
pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien porque estoy sola entre
esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó
anoche como tonta, dijo: "¿Pero qué te pasa?" Le pasaba a
aquélla, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o
se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y
yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola
que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de
perrito, esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan
queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y
justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de
Luis María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte
que no quieren y cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me
pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis María baila
conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a
mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a
ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que decirle a
Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa
nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los
zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a
verme y fue la escena. "M'hijita, la última vez que te pido que
me acompañes al piano. Hicimos un papelón". Qué sabía yo de
papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con
sordina. Votre âme est un paysage choisi... pero me veía las manos
entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban
honestamente a Nora. Luis María también me miró las manos, el
pobrecito, yo creo que era porque no se animaba a mirarme la cara.
Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita,
que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora
sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz,
cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el
odio.)
Noche
A veces es
ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y
anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber
que sus hijos están bien o que no tiene hijos —porque yo creo que
allá no tengo hijos— y necesita confortación, lástima,
caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión.
Estaré jueves stop espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve
como vuelve Budapest donde habrá tanto puente y nieve que rezuma.
Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro a
despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que
por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por pensar
que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me
antojara. O a Jujuy,o a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos
nombres páginas atrás.) No valen, igual sería decir Tres Arroyos,
Kobe, Florida al cuatrocientos. Sólo queda Budapest porque allí es
el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado, no es
más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la
vigilia) hay alguien que se llama Rod —o Erod, o Rodo— y él me
pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de
día en día, entonces es seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé
a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a
tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si
es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme.
Decirle a Luis María: "Casémonos y me llevas a Budapest, a un
puente donde hay nieve y alguien." Yo digo ¿y si estoy? (Porque
todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo.
¿Y si estoy?). Bueno, si estoy... Pero solamente loca, solamente...
¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa
curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez
ahora no le pegan, o pudo conseguir abrigo. Mandarle un telegrama,
unas medias... Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad
y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes
si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en
la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes
rígidos, hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las
ventanas. Andar por la Dobrina con paso de turista, el mapa en el
bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo en el
Burglos), hasta una plaza contra el río, casi encima del río
tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que
allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la
plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era
la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me
vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio.
Este pensar de noche, tan noche... Quién sabe si no me perdería.
Una inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento:
Dobrina Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la
plaza, es un poco como si de veras hubiese llegado a una plaza de
Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un
nombre es una plaza.
Ya voy, mamá.
Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple. Sin
plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste
haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto ya no
es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al
final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue.
Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el
camino. La plaza Bladas, el puente de los mercados. Por la plaza
Bladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y
queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos
abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas
pelerinas, Tadeo Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y
cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa Piaggio entre un Chopin y otro
Chopin. pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la plaza,
con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo
pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y... en vez de Alina
Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi lado. Es
bueno no caer en la zoncera: eso es cosa mía, nada más que dárseme
la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos — No lo otro, no el
sentirla tener frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo
por gusto, por saber adónde va, para enterarme si Luis María me
lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a Budapest.
Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y
encontrarme como ahora, porque ya he andado la mitad del puente entre
gritos y aplausos, entre "¡Álbeniz!" y más aplausos y
"¡La polonesa!", como si esto tuviera sentido entre la
nieve arriscada que me empuja con el viento por la espalda, manos de
toalla de esponja llevándome por la cintura hacia el medio del
puente.
(Es más cómodo
hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba
el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con
pasto y pajaritos.) Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le
tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé: "Allá me pegan,
allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento,
cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero
por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega tarde, a lo mejor no ha
ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o
ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula." Y
me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una
siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente
entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí.
Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba como mayonesa
cortada, batiendo contra los pilares, enfurecidísimo y sonando y
chicoteando. (Esto yo lo pensaba.) Valía asomarse al parapeto del
puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Valía
quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de
adentro —o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el
hotel—. Y después que yo soy modesta, soy una chica sin humos,
pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo, que viaje
a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí
o en Francia.
Pero mamá me
tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo
hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va
a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una
cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis
María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O
debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá.
Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que
él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es
como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo.
Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y—
7 de febrero
A curarse. No
escrbiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche
la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de
nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese
limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo... Era
peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar claves en cada
palabra tirada al papel después de esas noches. Como cuando pensé
la plaza, el río roto y los ruidos, y después... Pero no lo
escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá y
convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener
veintisiete años y sin hombre. Ahora estará mi cachorro, mi bobo,
basta de pensar y a ser, al fin y para bien.
Y sin embargo,
ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un
diario, las dos cosas no marchan juntas —Ya ahora no me gusta
salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con
esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé
la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien
mío.) En el puente la hallaré y nos miraremos. La noche del
concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Y
será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa
usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se
sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su
lado y apoyarle una mano en el hombro.
Alina Reyes de
Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en
el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde del
segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como le
gustaba caminar sola —era rápida y curiosa— anduvo por veinte
lados buscando vagamente algo; pero sin proponérselo demasiado,
dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques
que la llevaban de una vidriera a otra, cambiando aceras y
escaparates.
Llegó al puente
y lo cruzó hasta el centro, andando ahora con trabajo porque la
nieve se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil,
que engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le pegaba a los
muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta,
de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la
harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido
en la cara sinuosa, en el pliegue de las manos un poco cerradas pero
ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo
sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin
temor, liberándose al fin —lo creía con un salto terrible de
júbilo y frío— estuvo junto a ella y alargó también las manos,
negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho
y las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río
trizado golpeando en los pilares.
A Alina le dolió
el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los
senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la mujer
delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con
un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al
río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las
sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada,
pero segura de su victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que
dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió
mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera
allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros,
agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba
ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque
la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose
camino de la plaza iba Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el
pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y
yéndose.
La noche
boca arriba (1956)
Julio Cortázar
A mitad del
largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a
salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero
de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio
que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde
iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él
—porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó
en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus
piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los
ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con
brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte
más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban
venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos
bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación
de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la
esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era
tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano,
desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con
el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió
bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban
sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía
una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la
presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las
caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades.
Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban
boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del
accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la
agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas,
así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago
que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia
policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla
blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo
que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al
policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces
se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente,
mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo
que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él.
«Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el vigilante le
dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la
náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de
pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero
lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una
ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y
dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi
contento.
Lo llevaron a la
sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala
de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se
puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza,
sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se
le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado
atrás.
Como sueño era
curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie.
Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura
como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre,
y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la
selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo
ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo
torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta
entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó,
tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar
inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la
noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran
lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo
teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido
como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del
olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la
guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para
tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera
querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado.
En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado
hacia adelante.
—Se va a caer
de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió los ojos
y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga
sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi
físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como
si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha
agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando
en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que
pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido
opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y
la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y
a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de
maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue
desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en
la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a
manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil
dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua
por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y
suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una
confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena
oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era
menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la
calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya
no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran
el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de
la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la
calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra
vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin
saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión
de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.
Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las
lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le
estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La
guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y
tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva,
abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas,
quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos
prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino
el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes
dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él
estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos
y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las
ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el
primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la
hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos
alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una
soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre
—dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me
operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la
noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del
fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso,
sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas
cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del
gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las
treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta
fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un
recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién
hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el
momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como
un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que
fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación
de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni
siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a
través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe
brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro
había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del
suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y
sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna
vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a
tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la
lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de
espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de
lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las
piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto,
y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose
entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.
Oyó gritar, un
grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba
vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir,
del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio.
Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía
las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se
abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó
por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo
derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo
intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor
de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el
taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los
torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas,
y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se
sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos
que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban
adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo
tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo
llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del
techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de
antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara
frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el
fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente
olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban
llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y
él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un
brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus
vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua
tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones,
el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y
se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora
estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a
amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin
imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la
mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el
pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque
el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra,
y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le
cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo
el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la
cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja,
brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas
del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque
otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza
abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo
de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados,
aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto,
que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de
una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama
ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.
En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
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