Cassette (1982) Enrique Anderson Imbert
Año 2132, lugar: aula de
cibernética, personaje: un niño de 9 años, se llama Blas.
Por el potencial de su
genotipo Blas ha sido escogido para la clase Alfa. O sea que, cuando
crezca, pasara a integrar ese medio por ciento de la población
mundial que se encarga del progreso. Entre tanto, lo educan con
rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente:
el método de la ciencia y el uso de los aparatos de comunicación.
Después, en los grados intermedios, será una
educación para el
futuro: que descubra...que invente. La educación en el conocimiento
del pasado todavía no es materia para su clase Alfa.
Está en penitencia. Su
tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine su deber de
una vez.
Blas sigue con la vista
una nube que pasa. Quizá es la misma nube que otro niño, antes de
que él naciera, siguió con la vista una mañana como esta. Y al
seguirla pensaba en un niño que también la miró en una época
anterior, y en tanto la miraba creía recordar que otro niño y en
otra vida... y la nube ha desaparecido.
Ganas de estudiar, Blas
no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino
un juguete. Es un Casette.
Empieza a ver una
aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a ver un concierto de
música estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa
hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX, a las que justamente
se refirió el tutor en un momento de distracción: "¡Pobres!,
¡cómo se habrán aburrido sin este Casette!..."
Blas, en su vertiginoso
siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos...el Casette
admite los más remotos sonidos e imágenes: transmite noticias desde
satélites que viajan por el sistema solar; remite cuerpos en
relieve; permite que él converse, viéndose las caras, con un colono
de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora (voces,
voces, nada más que voces, pues en el año 2132 el lenguaje es
únicamente oral: las informaciones importantes se difunden mediante
fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos matemáticos).
En vez de terminar el
deber, Blas juega con el Casette. Es un paralelepípedo de 20 x 12 x
3 que, no obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio
de diversiones. Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están
programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve qué es lo que debe
ver y oír. Blas da vuelta el Casette en las manos. Lo enciende... lo
apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que el piense sobre
ellas, pero no obligarlo a que piense así o asá!
Ahora, por la derecha de
la ventana, reaparece la nube. No es nube: es él mismo que anda por
el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De
pronto, a Blas se le iluminan los ojos.
-¿No sería posible - se
dice - mejorar este casette, hacerlo más simple, más cómodo, más
personal, más íntimo, más libre, sobre todo más libre?
Un casette también
portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica;
que funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas
se lo toque con la mirada y se apague en cuanto se le quite la vista
de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su
desarrollo hacia adelante, hacia atrás, repitiendo un pasaje
agradable o saltándose uno fastidioso...Todo eso sin molestar a
nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino
quien use tal Casette, pueda participar de la fiesta. Tan perfecto
sería ese Casette que operaría dentro de la mente...proyectaría
imágenes y sonidos en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría
de seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz,
la expresión de cada rostro, la descripción de cada paisaje, la
intención de cada signo...Porque, claro, también habría que
inventar un código de signos. No como esos de la matemática, sino
signos que transmitan vocablos: palabras impresas en
láminas cosidas a un
volumen manual. Se obtendría así una potentosa colaboración entre
un artista literario que crea formas simbólicas y otro artista
solitario que las recrea.
-¡Esto sí que será una
despampanante novedad! -exclama-. El tutor me va a preguntar:
"¿Terminaste tu deber?". "No", le voy a
contestar. Y cuando, rabioso por mi desparpajo, se disponga a
castigarme otra vez, ¡zaz!, lo dejo con la boca abierta: "¡Señor,
mire en cambio el proyectazo que le traigo!"...
(Blas nunca ha oido
hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que
no se distrajera con las ciencias y estudiase lenguas. Blas no sabe,
que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años, dibujando con
una tiza en la pared, reinvento la Geometría de Euclides, él, en
2132, acaba de reinventar el libro).
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