Antígona Vélez (intertextos varios)
La comandancia estaba en
Junín; más allá, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de
los fortines; más allá, lo que se denominaba entonces la Pampa y
también Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi
abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo;
le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una
muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas
coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le
dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió;
entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza
cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul
desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de
cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra
Adentro y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los
muebles.
Quizá las dos
mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su
isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna
pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras
y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince
años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo.
Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires,
que los había perdido en un malón, que la habían llevado los
indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado
dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés
rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se
vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las
hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o cíe
vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los
corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de
las haciendas por jinetes, desnudos, la poligamia, la hediondez y la
magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la
lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. juró
ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era
feliz y volvió, esa noche, al desierto. (…)
Todos los
años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del
Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y “vicios”; no apareció,
desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra
vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los
bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la
india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé
si lo hizo porque ya no podía obrar tic otro modo, o como un desafío
y un signo.
Borges,
J.L. “Historia del guerrero y la cautiva”, (fragmento)
Una
vida como la de los pampas, libre y violenta, tiene sus encantos. No
solamente los niños educados en las tolderías se adhieren a ella;
hombres hechos hay que después de gustarla no quieren saber nada de
otra. El
cacique de los ranqueles tiene como secretario a un doctor en
derecho, nacido en una honorable familia chilena. Hay que honrar las
cualidades morales de los indios y no juzgarlos por su presencia.
Aquellos que los indios reconocen como jefes son dignos de serlo. No
hay cobardes ni tontos. Es notable el apego del indio por su familia.
Se han visto indios, cuyas mujeres estaban prisioneras, entregarse
para no estar separados de ellas.
Ébélot,
A. “Relatos de frontera” (fragmento)
En
Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció
después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus
padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que
venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que
bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha
perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y
creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la
vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal,
pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se
detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como
sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó
corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la
cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y
sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí,
cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron
porque habían encontrado al hijo.
Acaso
a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre
paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué
sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente
se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y
murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una
criatura o un perro, los padres y la casa.
Borges,
J.L. “El cautivo”
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