El leve Pedro (1976) Enrique Anderson Imbert
Durante
dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la
enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que
él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue
curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma
provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse
después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
-Oye
-dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece…
ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome
el alma desnuda
-Languideces
-le respondió su mujer.
-Tal
vez.
Siguió
recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las
gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera
bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla
hasta el galpón.
Según
pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy
raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con
una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la
burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja,
trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana
alta.
-Te
has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo
acróbata.
Una
mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había
preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario
que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una
triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero
no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy
temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya
sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral.
Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el
primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio
hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido
todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá,
a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un
tenue vilano de cardo.
Acudió
su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de
muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡Hebe!
¡Casi me caigo al cielo!
-Tonterías.
No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha
pasado?
Pedro
explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te
sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos
pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
-¡No,
no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es
un precipicio, Hebe.
Pedro
soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer.
Así abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre!
-le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como
el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-.
¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas
zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has
visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un
esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa
tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las
historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la
propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como
un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe
acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los
pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó
los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos
pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para
tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto.
Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el
plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los
barrotes de la cama y le advirtió:
-¡Cuidado,
Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
-Mañana
mismo llamaremos al médico.
-Si
consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me
agito me hago aeronauta.
Con
mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
-¿Tienes
ganas de subir?
-No.
Estoy bien.
Se
dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al
otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un
bendito, con la cara pegada al techo.
Parecía
un globo escapado de las manos de un niño.
-¡Pedro,
Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin
Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el
cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para
arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como
succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás
que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al
doctor y vea qué pasa.
Hebe
buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a
tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como
un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso
se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve
corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana
abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se
le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en
suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta,
perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego
nada.
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