Borges y yo (1960) Jorge Luis Borges
BORGES Y YO
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por
Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco
de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el
correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario
biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía
del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de
Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo
vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado
afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir,
para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me
justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas
válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo
bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la
tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme,
definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en
el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su
perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que
todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente
quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no
en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros
que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra.
Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías
del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos
juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi
vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
(El
hacedor. Buenos Aires: Emecé, 1960)
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